marzo 30, 2010


LUGARES
               Siempre resuena en mi memoria aquella frase de Agustín de Hipona acerca del tiempo: “¿Qué es, pues el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo a quien me lo pide, no lo sé”. Perplejidad ante lo inasible y sin embargo visible, el tiempo se torna en esa especie de niebla que todos vemos,--¡ay, vemos sus obras en nuestros cuerpos!—y  sin embargo, al momento de intentar atraparla se desvanece en nuestras manos. Y en tren de rememorar citas, cómo olvidar aquel espléndido verso de Quevedo que sintetiza ese misterio del tiempo: “lo fugitivo permanece y dura”.
               Una de las historias más lindas de la literatura argentina sobre el tiempo se llama “Las doce a Bragado” y la escribió Haroldo Conti. En este cuento el tiempo está asociado con lo cotidiano, que suele velarnos su cara hasta que en determinado momento el velo se descorre y la confusión y el asombro impactan de lleno en nuestra humanidad. Vuelvo al cuento, son las cosas y sobre todos los lugares los que se van alterando por el tiempo, y el tío Agustín, el protagonista, reúne, ya viejo, en su cabeza los sitios del pasado y del presente.
              
Algo similar al tío Agustín me sucede a veces con la ciudad en la que he vivido tantos años. Sucede lo que yo creía les ocurría únicamente a la gente de mucha edad, sin darnos cuenta que en realidad nos pasa a casi todos los que hemos doblado el codo de la vida. De alguna manera, los que permanecemos mucho tiempo en un lugar no vemos solamente el lugar a secas, sino que los lugares son una suma de capas temporales a la manera de las eras geológicas. Así, cuando vos lector o lectora pasás por determinada tienda, nos ves solamente ese local, en tu memoria también está aquella dueña que la atendía o el almacén en el que comprabas cuando tus padres te mandaban.
            
   Sí, me pasa ahora con la ciudad, y cuando estoy por el centro es inevitable buscar con la mirada el bar de la Fortu y encontrar una tienda, o ver un nuevo edificio donde doña Exequiela despachaba el pan o la harina; y más allá la tienda donde el “pibe” García calzaba  los zapatos más brillosos de la ciudad. Las anchas veredas tratan de disimular los viejos surtidores de nafta que instaló José Daima. Tampoco están don Arroyo ni don Dahir para vendernos los primeros cigarros. Sigue estando González y su farmacia; pero ya no está el "Emporio de Catriel" de los hermanos Farroni; el kiosco "Ret" ya no es el mismo y tampoco en la Vieja Esquina (el club YPF para nosotros) no está don Sabbatini y sus helados. El "gallego" Domínguez cerró su bar, su comedor y ya no paran colectivos frente a su vereda.
             
No está Gaspar para vendernos los muebles en "Rapsodia", ni "Vicent" o "Fernando I" o "Equus" para tomarnos un café o estirar la noche en compañía de amigos.

Los lugares son los mismos, pero son otros, y uno siente que va perdiendo referentes, que la ciudad se hace un poquito más extraña cada día. Y mientras tanto, nadie escribe su historia...
               


(Las fotos corresponden a lo que son hoy los pabellones de la ex YPF en la Av.San Martín(1), y en la del kiosco, podemos situarlo en el actual comercio de Raíz Criolla y una tienda)